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MEDICIÓN DE RENDIMIENTO, ¿SIRVE PARA ALGO?

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ARTURO CASTILLO

En lo fundamental, las prácticas laborales contemporáneas tienen mucho del pasado. Por ejemplo, el control, que a veces toma la forma de acoso, sigue siendo la piedra angular de incontables empresas, incapaces de inspirar a sus trabajadores.

Es un modelo basado en la autoridad, en el temor latente a perder la seguridad del trabajo. Confiere poder a quien manda, vuelve sumiso y pasivo a quien recibe órdenes.

En todo caso, el empleador está en pleno derecho de exigir a quien paga que rinda al máximo, que justifique su salario. Lo apropiado es evaluar periódicamente al personal, supervisar el avance de los proyectos y metas de la organización.

Este balance también debe servir para revisar cómo están funcionando los encargados de las diferentes áreas, los líderes, responsables de la atmósfera laboral y de la productividad.

Con el resultado de las metas alcanzadas, la organización debe pensar en la promoción de los trabajadores, no solo en términos de la asignación de tareas de mayor jerarquía, sino también en la aplicación de las políticas de incentivos.

Lo deseable es que la medición del rendimiento laboral no se base en consideraciones subjetivas, en emociones, que no se la use como herramienta coercitiva, como un mete miedos. El proceso debe remitirse a los logros individuales y de equipo, que deben documentarse con rigor.

De otra parte, la cuantificación de logros revela las competencias de los trabajadores, sus fortalezas y debilidades. Los resultados obtenidos deben llevarse al plano de la gestión; no deben archivarse como meras estadísticas; caso contrario, el personal no asumirá con seriedad los procesos de calificación de su desempeño. Debe haber, efectivamente, un antes y un después de las evaluaciones.

La medición periódica del rendimiento es de beneficio mutuo; el trabajador sabe dónde está, qué debe mejorar, qué debiera proyectar de diferente manera. La empresa aprende a individualizar el rendimiento; el trabajador deja de ser un número en la nómina; se convierte en alguien concreto, con virtudes y debilidades que hay que gestionar.

Desde otra perspectiva, la convicción de que el trabajo es una tarea mensurable, un conjunto de destrezas susceptibles de evaluación, que se alquilan por un salario, que genera dependencia y sujeción, ha enajenado al ser humano de sus quehaceres.

El rendimiento laboral convertido en test, en exigencia, en demostración de eficiencia y eficacia, es algo que la sociedad contemporánea ha refinado en extremo, al punto de haberle restado al trabajo su sentido, su posibilidad creativa, el gozo.

El carácter funcional de los quehaceres , la insufrible rutina, la repetición mecánica de tareas, la obligatoriedad, la falta de estímulos intelectuales. El hecho de fragmentar los oficios, so pretexto de las especializaciones, son factores que impiden hacer una medición de rendimiento confiable y objetiva.

Es rigor, la cuantificación del rendimiento laboral no debiera excluir los factores que hacen del trabajo una experiencia grata o ingrata, placentera o martirizante.

La medición de rendimiento no puede ignorar factores como el clima laboral, las políticas de estímulos, la tabla salarial, los planes de carrera, la calidad de las relaciones interpersonales; el ejercicio de la autoridad y el liderazgo. 

En fin, una cuantificación circular, integral y honesta. Ningún trabajador labora aisladamente. Si se evalúa a los trabajadores, hay que hacerlo, en el mismo proceso, con los jefes. El motivo es obvio: jefes incompetentes transfieren su incompetencia a sus subalternos.